Ha entrado a oscuras en mi dormitorio y ha subido de un tirón la persiana. Sin moverme y sin abrir los ojos, he esperado que grite «¡Vamos, arriba, que ya es la hora!», pero no ha dicho nada. Después de un rato, me he incorporado y la he visto coger mi ropa del suelo y doblarla cuidadosamente.

—¿Qué hora es?
—Tienes el desayuno en la cocina.
Mi madre ha colocado el pantalón y la camisa en el respaldo de la silla y se ha marchado.
Anoche me dijo: «Acuéstate cuanto antes, mañana te levantaré temprano». Por supuesto, aún estuve un par de horas en el salón ojeando revistas viejas, sólo por perder el tiempo. Que me digan lo que debo o no debo hacer, es a veces razón suficiente para hacer justo lo contrario. Luego me acosté e intenté dormir, pero entonces comenzó el suplicio de los mosquitos. He pasado toda la noche rascándome y dándome palmadas allí donde creía que se había posado alguno. Zumbaban en mi oído, me hacían cosquillas en los pies, me picaban en el costado. Cuando por fin conseguí dormir, fue más a causa del cansancio que del sueño.
He tenido suerte. En el reloj del salón observo que ya es mediodía. Por el motivo que sea, no me ha despertado a las ocho, como tiene por costumbre. Es a esa hora cuando recojo o devuelvo a sus propietarios, generalmente hombres que viven solos, la ropa que dan a mi madre para que arregle, pues en cualquier otro momento es difícil encontrarlos en sus casas. En la ventana del salón cuelga un cartel:
SE ARREGLAN TODO TIPO DE
PRENDAS
(Bajos de pantalón, cuellos
y puños de camisa, zurcidos,
remiendos, etcétera).
Tel. — — —
Trabajando contribuye a la economía familiar y se entretiene. Instaló el taller en el cuarto de estar, pero uno encuentra ropa por todas partes y, si se descuida, se pincha con un alfiler cuando se sienta en el sofá. En cierta ocasión me puse por error la camisa de un cliente. Me vio con ella por la calle y al regresar a casa lo encontré discutiendo con mi madre. Tendría cuarenta años, era tieso y pedante.
—¡No me diga que esto es admisible!
—Comprenda usted, el chico se habrá confundido.
Me quité allí mismo la camisa y se la devolví. La cogió con enfado y se dirigió a la salida.
—Vaya un energúmeno —dije.
Aunque no alcé la voz, me oyó y, antes de cerrar la puerta tras de sí, me dirigió una mirada asesina.
(…)
Principio de la novela Café con hielo (1992)
Andrés acaba de concluir sus estudios en el instituto y no sabe qué hacer. Pasa un año sin hacer nada.
Escribí Café con hielo en un viejo apartamento alquilado de la calle del Prado, en pleno centro de Madrid, entre el Ateneo y la plaza de Santa Ana y sus cafeterías y cervecerías con actuaciones musicales. Muy de vez en cuando vuelvo a pasar por esa calle y alzo la cabeza para seguir con la mirada la fachada hasta el último piso: las mismas contraventanas de madera.
Un escritor novato no se siente novelista hasta que ha puesto el punto final a su primera novela. Todo son dudas antes de comenzar a escribirla, pero por muchas dudas que persistan al concluirla, uno sabe ya una cosa: ha sido capaz de centrarse durante muchos meses en una historia y unos personajes, se ha medido con el papel en blanco y ha construido un mundo, o un rincón del mundo. Cuando uno concluye su primera novela, ha experimentado un proceso de autoconocimiento. Perfila su estilo, pero también se vuelve necesariamente más humilde ante la gesta intelectual y artística de quienes crearon obras maestras.
Guardo un recuerdo maravilloso de aquellos meses en que escribí Café con hielo, aunque hoy no pueda releer fragmentos sin pensar en cambiar esto o aquello. En realidad, mi propósito no era escribir una novela, sino un libro de relatos.
Yo estaba muy influido entonces por lo que a veces se ha llamado realismo sucio(*), especialmente por Raymond Carver y sus libros de cuentos De qué hablamos cuando hablamos de amor y ¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor? Mi proyecto era escribir una colección de relatos protagonizados por personajes de distintas edades y condiciones que se cruzaban en los escenarios que yo conocía: los barrios del Este de Madrid, en torno a Las Ventas, La Guindalera, La Concepción y La Elipa. Una niña era el personaje que debía enlazar a todos los demás. Andrés, un adolescente indeciso, normal, sería sólo uno más en aquel puzzle de vidas cruzadas. Personajes sencillos y situaciones cotidianas.
Pero tan importante como el marco narrativo del libro de relatos, era el estilo. Cada relato estaría narrado por un personaje, así que debía ser natural, coloquial, sin incurrir en los vicios del magnetófono, precisamente para que los personajes pudieran levantarse sin quedar atrapados en un cliché.
Comencé a escribir el relato breve de Andrés y, de pronto, sobre el escritorio, me encontré con páginas y páginas de ideas, notas y bocetos de otros personajes y de anécdotas… La inspiración te llega en un sueño o dando un paseo, pero se muestra generosa cuando te sientas a la mesa y piensas y escribes y tachas. Había que poner algún orden en todo aquello. Tracé el esquema de una historia, un año en la vida de un adolescente. El lugar, La Elipa, Madrid; el tiempo, a principios de 198… Tenía la estructura de una novela, aunque, a lo largo de sus más de trescientas páginas, cien veces dinamitaría aquel primer esquema.
Escribí Café con hielo en 1990-1991 y la publiqué en 1992. La firmé como J.M. Ramírez. El pseudónimo José Marzo aún tardaría unos años en nacer. Es sólo una novela interesante, en el mejor de los casos, pero con mi primera novela empecé a buscar un estilo.
José Marzo, 28 de junio de 2020
(*) En los estudios literarios, en el ámbito de la filología, el estilo de Raymond Carver ha sido definido, quizás con más propiedad, como «precisionista».
«El estilo tiene que ser preciso, por la misma razón que el martillo debe ser duro»
Agua (2011-2015, aforismos)