Retrato de Carlos P.

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Amanece en la calle del Radio, en Carabanchel. Cada vez que un cliente entra en el bar, suenan tres notas de flauta.

—Tu último café —dice Carlos, el camarero, depositando en la mesa el platito con la taza de café humeante.

—¿Último? —responde el cliente mirando por encima de las gafas a Carlos, mientras éste se saca del bolsillo del mandil un sobrecito de azúcar y lo coloca en el mismo platito. Pero un segundo después, el cliente rectifica—: No me digas que ya has encontrado a otro cliente que… que la pringue por ti.

—Esta noche bajo la persiana y es para siempre —dice Carlos, que tuerce los labios con fastidio. La culpa es suya, por referirse en alguna ocasión al futuro comprador de su negocio como un pringao, dispuesto a trabajar como un cabrón seis días a la semana, abriendo a las siete de la mañana para poner desayunos y cerrando a las once de la noche, después de atender el servicio de cena.

No le cae del todo mal este cliente. Es asesor fiscal y laboral. La ventana de su despacho da a la avenida del General Ricardos. Vistas de los coches y autobuses que remontan ruidosos la larga cuesta.

A los sesenta y cinco años, Carlos conserva la mata de pelo casi negro en la cabeza. Siempre ha dicho de sí mismo que es más bajo que alto. Ya en su juventud empezó a dejarse el bigote y tiene las piernas arqueadas. A menudo tiene la sensación de cojear, una torpeza que le afecta a ambas piernas. A veces busca la barra instintivamente con la mano, o toca una mesa, para mantener el equilibrio.

—Yo no sabría qué hacer sin mi despacho —dice el asesor, y añade en voz más alta, mientras Carlos se acerca a atender otra mesa—: Te aburrirás sin tu bar.

No te jode, piensa Carlos, ya se me ocurrirá algo que hacer con el tiempo libre. Cree que lo ha pensado, pero en realidad lo ha mascullado entre dientes.

—Hoy no hay tostadas —dice a la pareja de clientes. Ella tendrá unos cincuenta años y es dentista. Le acompaña su hijo, que trabaja con ella en la clínica, en la recepción.

—¿Que no hay tostadas? —replica él.

—Café con leche para los dos —afirma señalándolos con el dedo, como para asegurarse de que tomarán lo de todos los días, antes de dirigirse tras la barra a la máquina del café.

—Para ser tu último día, podías trabajártelo un poquito más, Carlos —bromea el muchacho. Su madre, más formal, le ha censurado la familiaridad chistándole y tocándole el brazo.

—Se ha estropeado la plancha —explica Carlos—. No voy a arreglarla para un día…

—Aunque a los clientes hay que cuidarlos… —se anima a decir ella, con voz amable, alineándose con su hijo. Y sonriendo, añade con ironía—: Mañana cambiaremos a otra cafetería. Has perdido otros dos clientes.

Carlos la mira un instante. Es una mujer guapa, que viste con elegancia y se cuida el cabello y las manos. Luce bisutería dorada en las muñecas. Sus miradas se cruzan. No puede evitar compararla con su propia mujer, Sonia. Algunos días, Sonia ni siquiera se peina y baja a la cafetería con el mismo calzado de andar por casa, cruza el bar y se mete sin saludar en la cocina. A quién le importa cómo vista y calce, o si está o no peinada bajo el gorro blanco de chef.

—Tenemos bollería —explica Carlos, que repite de memoria—: Cruasanes, ensaimadas, suizos, madalenas, sobaos…

—Pues ponme una ración de churros —dice el muchacho—. Su madre, esta vez, se ríe abiertamente.

Como Carlos se ha quedado de pie y serio, sin responder pero mirándolos fijamente, la madre se ha recompuesto y le ha dicho que no haga caso al muchacho.

“¿Seguro que es tu hijo? ¿Dónde lo has encontrado?” piensa responder. La broma se le pasa un instante por la cabeza, pero otra frase se adelanta.

Vete a buscar los churros tú, piensa en voz alta Carlos, girándose hacia la barra.

—Ni me acordaba que estabas ahí —dice Carlos, al reparar de nuevo en Paco, que, sentado en un taburete a la barra, apura su café. Es forofo del Atlético de Madrid, lo mismo que él. Vecino del barrio, todos los días para a desayunar antes de tomar el metro. Suele parar también por la tarde, para tomar un café al regreso del taller, y cada noche es uno de los que cierran el bar tomando alguna que otra copa de coñac. Una mosca de bar, que busca conversación en los bares y que sólo concilia el sueño si ha tomado su dosis de alcohol. Carlos intenta no beber en el trabajo.

—Para ser tu último día —observa Paco, con voz ronca—, ¡podrías estar más contento!

—Mañana sí estaré contento, cuando ya no os vea.

Todos se ríen.

Carlos sirve los dos cafés con leche en la mesa de los dentistas, añade dos cruasanes envueltos en plástico y luego se aparta unos pasos hacia la barra. Busca torpemente con la mano el contacto de la barra, se acoda en ella.

—¡No sabéis las ganas que tengo de perderos de vista! —exclama.

Paco se levanta del taburete y se acerca a él. Le echa un brazo sobre los hombros.

—Nos echarás de menos… —le dice con voz gutural—. Los días son muy largos y, a fin de cuentas, a ti esto te da la vida, y a tu mujer, que estará escuchándonos desde la cocina. A ti lo que te gusta es charlar con los amigos.

Amigos… piensa.

—¿Sonia? —responde—. No, Sonia hoy no viene hasta mediodía, para las comidas. Otra ventaja de que la plancha esté rota.

Se da cuenta de que su frase se puede interpretar de dos maneras, y se sonroja: ventaja para ella, por no trabajar; ventaja para él, porque su esposa no lo acompañe por la mañana.

Hay una línea muy tenue y flexible que separa la amistad y la clientela. Su relación con la mayoría de los clientes acaba cuando le pagan la consumición, o así le gustaría que fuera. Es cierto que Carlos y Paco coincidieron en la final de la liga europea, cuando el Atlético de Madrid ganó al Marsella la final de la liga europea, en Lyon. Coincidieron en el mismo autocar, entre las decenas de autocares fletados por el club, y luego en las gradas, durante el partido. Esa experiencia creó una memoria común. Se abrazaron exultantes, en la cumbre del éxtasis, cuando Gabi Martínez marcó el tercer gol, un minuto antes del pitido final. Pero eso no cuenta. Cuando tu equipo marca el gol de un campeonato, te abrazarías a un poste. Y también habían coincidido horas antes en las calles de Lyon, desfilando con bufandas rojiblancas y cantando. En una esquina de la inmensa explanada de Bellecour, Carlos se detuvo para mirar el monumento al autor del Principito. Paco se acercó por detrás a él. “¿Sabes quién es?” le preguntó Carlos al notar su presencia, sin volver apenas la cabeza. “¿Quién? ¿El del gorro? ¿O el niño estrafalario que hay al lado?” respondió. “Mejor no digas nada más, que lo vas a estropear” observó Carlos. Un viaje de forofos no es el mejor lugar para hablar de literatura.

—A ver si creéis que os sirvo el desayuno porque me caéis bien… —dice a sus clientes, como un actor que se sincera con su audiencia.

—Si es que eres un refunfuñón, pero en el fondo te estás riendo —concede Paco, retirándole el brazo de los hombros y volviendo adonde tiene su taza de café medio vacía.

Suenan las tres notas de flauta y entran dos chicas sonrientes. Son clientes ocasionales, chicas del barrio a las que conoce de vista. Una de ellas pregunta con alegría a Carlos, plantado frente a ellas, si se puede desayunar.

—No hay tostadas, tengo la plancha rota —responde Carlos.

—Café si tendrá…

—Y muy bueno —afirma Carlos sonriendo.

La chica, aliviada, se toca el pecho con un suspiro. Se sientan junto al ventanal. Carlos les informa de que, para acompañar el café, tiene bollería: cruasanes, ensaimadas… Y vuelve la cabeza hacia los dentistas para precisar que tampoco tiene churros.

A sus espaldas, el asesor, que se ha levantado para pagar en la barra como tiene por costumbre, cruza algunas palabras con Paco sobre el valor del local. El asesor conoce el precio del metro cuadrado de los locales comerciales por la zona. La avenida es muy dinámica y, aunque el barrio es obrero, la boca de metro está cerca y miles de clientes potenciales pasan cada día por la acera.

Carlos puso el negocio veinte años antes con la indemnización por despido que recibió al cerrar la fábrica en la que trabajaba. Dio una entrada y pidió un crédito que no ha acabado de pagar. Hubo algún año de bonanza, tiempos felices en los que la cafetería parecía imprimir billetes con un rodillo. Y otros años en los que Sonia debió trabajar sin cotizar para, con lo que se ahorraban de impuestos, poder pagar otros gastos. Un desastre. Pero sobrevivieron, aun a costa de que todos sus días girasen en torno a aquella máquina de café, los barriles de cerveza y las botellas de licor. Menús baratos a mediodía y raciones a buen precio por las noches. Sonia, pintora aficionada, dejó de pintar. Carlos, aficionado a la fotografía, no volvió a hacer fotografías. Las cubetas y herramientas del laboratorio doméstico acabaron en cajas de cartón en el trastero. La cámara réflex Minolta, obsoleta, acabó por vendérsela a un coleccionista.

—¿De que habláis? ¿Del precio del local? —pregunta, reuniéndose con el asesor y con Paco junto a la barra—. Lo justo para pagar las deudas, y un pico para mirar con tranquilidad a los años que nos queden.

—Bueno —dice el asesor—. Sabemos que sabes hacer las cuentas. Ahora de lo que hablábamos es de todas esas botellas que tienes ahí arriba…

Sí. Había decenas y decenas de botellas en las estanterías. Whisky, coñac, ron, aguardiente de hierbas, licores… y vinos de buenas bodegas. Marcas nacionales y de importación. Todo un capital en botellas, algunas de ellas ya empezadas.

—He pensado en dar una fiesta —se anima a decir Carlos.

Los nuevos propietarios reformarían por completo las instalaciones y lo más probable es que aquellas botellas acabaran rotas. Él no tenía lugar para guardarlas. Guardarlas ¿para qué? ¿para quién?

Sonia y él habían pensado en organizar una fiesta de despedida. Lo discutieron en la cama. Invitar a todos los clientes a una última velada de barra libre. Podían comunicárselo a los clientes habituales. Nada de poner un cartel en el escaparate, que atraería a desconocidos. Sólo a los clientes de siempre.

“Pero ¿te imaginas que no viene nadie?” le dijo Sonia, levantando un instante la cabeza del pecho de Carlos, interrogándolo con la mirada.

“Nadie”, musitó él. Se imaginó un instante en medio de la cafetería vacía, mirando hacia la puerta. Serpentinas de colores de lámpara a lámpara, globos inflados flotando sobre el suelo. La mitad de las luces apagadas. Sonia aburrida tras la barra, peinada y pintada, guapa, con la cabeza entre las manos, mirando como él hacia la calle. Una lluvia fina que brilla a la luz de las farolas. Por fuera en la puerta, el cartel de fiesta privada. Ningún cliente dentro.

—Esta noche a partir de las once —dice al asesor y a Paco—. Barra libre. Podéis traer a vuestras parejas o algún amigo. Barra libre para todos —Y alza la voz, hacia la madre y el hijo dentistas y también hacia las dos chicas recién llegadas—: Todos los clientes y conocidos del barrio estáis invitados. Fiesta por cierre de negocio. Que corra la voz.

Siente que la sangre acude a sus mejillas. “Nadie”.

—Como no vengáis, no vuelvo a serviros el café.

@ José Marzo
[gestión mundial de derechos
por acvf_la vieja factoría]


«Desayuno», 1914, de Juan Gris (1887-1927)

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