Allí donde los pájaros se ocultan

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—¿Dónde están los pajaros cuando llueve, papá?

Buena pregunta. No ha dicho pájaros, sino pajaros, con el acento en la segunda sílaba.

—Pájaros, Elena. Se dice pájaros.

Elena se había detenido un instante para mirar por la ventana, pero enseguida ha retomado el juego incesante de dar vueltas alrededor de la mesa saltando sobre un pie y sobre el otro.

Pajaros —repite ella en voz baja, con toda la seguridad de sus seis años, sin dejar de dar vueltas.

—No lo sé… —responde él, dejando a un lado, en el sofá, la novela que intentaba leer—. ¿Dónde crees tú que se ocultan?

Manuel mira hacia el rectángulo de luz de la ventana. Es una tarde de lluvia y viento, una tarde tonta. No llueve demasiado, pero, mecidas por un viento insidioso, las últimas ramas de las moreras oscilan hasta casi rozar el tejado del edificio de enfrente. Son árboles altísimos, ejemplares de varias décadas de edad que se elevan hasta quince metros o más desde la acera. En primavera ponen las calles perdidas con sus frutos morados.

—En los tejados —responde Elena, deteniéndose otro instante y señalando por la ventana con el dedo, con todo el brazo, hacia el edificio de enfrente—. Allí se ocultan.

—Sí, algunos deben estar en los tejados —asiente Manuel.

A veces los han visto entrar bajo las tejas o salir de ellas. Algunos anidan allí. Ahora las tejas de barro brillan empapadas. El sol de esta tarde de primavera parece haber encontrado un hueco entre las nubes, aunque no deja de llover, y saca destellos dorados al tejado.

—Quiero ver la tele —dice Elena, deteniéndose de pronto.

—¿Qué quieres ver?

Se encoge de hombros.

—¿Quieres que quitemos las flores? —le pregunta Manuel—. Ya sabes, si echan algo más bonito que las flores, podemos encender la tele un rato.

Tomaron la decisión hace varios años. Siempre hay una maceta con flores justo delante del televisor, para acordarse de encenderlo sólo si lo que transmiten es más interesante y hermoso que la maceta con flores.

Elena parece dudar. Se encoge de hombros y se mete el índice en la boca.

—Qué te parece si le regalas un dibujo a mamá —propone Manuel—. Haces un dibujo bonito y cuando mamá regrese del trabajo se lo regalas.

Elena se quita el dedo de la boca y da un saltito en el sitio.

—¡Vale! Voy a dibujar un pájaro.

Ahora lo ha dicho bien, aunque alargando la vocal como para tomar carrerilla: paájaro.

Va corriendo a su dormitorio. Se oye un cajón que se abre y se cierra. Regresa al salón con lapiceros de colores y un bloc y los pone en la mesa. Se sienta en una silla. Se ha quedado un poco lejos de la mesa y está incómoda, casi no alcanza con la mano el bloc, así que Manuel abandona el sofá, levanta la silla con Elena sentada en ella y la acerca un poco más a la mesa.

—Así está mejor —dice Elena con tono muy formal, palabras que en ocasiones parecidas era él quien las decía.

Mientras Elena dibuja, Manuel intenta retomar la novela. Ha perdido la cuenta de las veces que ha comenzado a leer el Ulises, de Joyce. Tiene en el suelo una buena pila de libros pendientes. Prueba con otra novela de Grisham, uno de sus autores favoritos, pero hoy le cuesta concentrarse; es culpa suya. Abre por una página al tuntún una antología de poemas de Anna Ajmátova, pero ni siquiera llega a leer un verso. La tarde va cayendo, pronto tendrá que encender la luz. Siente sueño. Trabaja de noche como vigilante en un aparcamiento y las seis o siete horas que duerme de día le son insuficientes. A primera hora de la tarde, recoge a Elena en el colegio y, si hace buen tiempo, van al parque. Luego es su madre la que se encarga de prepararle la merienda a la niña.

Tengo que preguntarle a Elena si tiene luz suficiente para dibujar, piensa.

¿Quieres que encienda la luz? piensa, pero no llega a pronunciarlo.

Aún hay luz suficiente. Los ojos se le van hacia la ventana. Le parece haber visto la sombra negra de un pájaro cruzando delante de la ventana. Quizás ha dejado de llover… Recuerda la plaza del cine en su infancia. Grandes charcos se formaban en la plaza con las lluvias. Los niños con botas de agua, de esas que llegan hasta las rodillas, se metían a explorar la profundidad de los charcos de aguas negras. Se imagina de pie ante la plaza, viendo aquella extensión de charcos como cráteres en una llanura de tierra tras un bombardeo. Él no tenía botas de agua. En los charcos de primavera, se descalzaban y se subían las perneras de los pantalones. Exploraban con los pies desnudos. Luego, al llegar a casa, rendían cuentas del barro y los pantalones sucios.

“Este pájaro es para ti”.

Manuel ha oído una vocecita. Luego una mano le toca el hombro.

—Papá, papá…—Elena le zarandea.

Abre los párpados. Está tumbado en el sofá y Elena se ha sentado junto a él. Manuel intenta incorporarse, pero siente un cinturón de plomo en la frente. ¿Cuánto tiempo llevo dormido?

—He dibujado dos pájaros, papá. Uno para mamá y otro para ti.

Elena le coloca la hoja a un palmo de la nariz. En la penumbra, Manuel apenas si distingue el dibujo. Y Elena repite:

—Éste es tu pájaro.

@ José Marzo
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“Primera acuarela abstracta”, 1910, de Vasili Kandinsky (1866-1944)

José Marzo: nota biográfica

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