Quizás el año que viene

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La vida de una persona es como una novela que se va escribiendo y a la que siempre le faltan unas páginas. Al protagonista de su propia novela le está vedado escribir su final, apuntó Alicia en el diario con su letra absurda, en la que no había dos aes iguales y cuyos renglones rara vez formaban líneas paralelas.

Oriunda de un pueblecito de Extremadura, Tornavacas, en la cabeza misma del Valle del Jerte, emigró con sus padres a Madrid en la adolescencia. Entonces aquel viaje todavía se podía llamar emigración: abandonaron el pueblo, aún de noche, en una carreta atestada de bultos tirada por un mulo, hasta Plasencia, para tomar allí a primera hora de la mañana un viejo autocar. Con paradas en cada pueblo para que unos viajeros se apeasen y otros subiesen, y dos paradas más largas para repostar combustible y comer algún bocadillo, el viaje duraba una interminable jornada. Madrid la recibió de noche con las avenidas iluminadas.

Sus padres se emplearon como porteros en un edificio de viviendas. Aislada de la vida del barrio de La Guindalera, sin amistades, Alicia se centró en sus estudios, culminó con brillantez la secundaria en el instituto y la carrera de humanidades en la universidad, se doctoró con una tesis sobre Hannah Arendt y, andando el tiempo, alcanzó el cargo de catedrática de filosofía, una de las primeras españolas en alcanzar esta distinción académica.

Se casó y enviudó. No tuvo hijos. Sus padres murieron. Y cuando se jubiló, sin más familia que unos primos lejanos, que habían hecho sus vidas en Cáceres, decidió regresar al pueblo de su infancia.

Amplió y reformó la vieja vivienda familiar, apenas una casucha, convirtiéndola en una casa amplia con todas las comodidades y dotada, en la segunda planta, de un estudio con terraza y vistas a los campos de cerezos. Impulsó un taller de literatura en la comarca, que coordinaba dos veces por semana, y en el zaguán de la casa instaló una pequeña biblioteca pública. La puerta de su casa siempre estaba abierta, los libros al alcance de la mano, y una mesa y dos sillas para sentarse a leer. La vida de Alicia se fue llenando de visitas y compromisos, de nuevas amistades y de experiencias. Por su desaliño en el vestir, los sombreros de ala ancha y los abrigos largos, por sus lecturas, ganó fama de simpática estrafalaria. A menudo se la veía conduciendo valle abajo o valle arriba su viejo Seat Ibiza blanco, con una pegatina en el parabrisas trasero: un corazón rojo, una flor blanca de cerezo y la frase “Valle del Jerte”.

Si en otoño e invierno sólo unos pocos centenares de personas vivían en Tornavacas, cuando llegaba la época de la floración la comarca atraía turistas y más turistas. Llenaban los albergues y los restaurantes e intentaban capturar con sus cámaras y sus teléfonos móviles aquella explosión de alegría y blanco.

Una primavera, cuando ya se habían recogido las cerezas, también regresó a la aldea Antonio, un viejo amigo de su infancia. También Antonio, como ella, reformó la humilde casa familiar, con el propósito de pasar los veranos en el valle con su familia.

También Antonio había prosperado en Madrid. Albañil desde la adolescencia, los últimos años llegó a ser jefe de obra con veinte personas a su cargo. Lo conocía todo de la construcción: los materiales, las técnicas de trabajo, los trucos honestos y los tramposos… Los aparejadores y arquitectos le consultaban las decisiones finales. También había enviudado, pero tenía tres hijos, que le habían dado media docena de nietos. Todos pasaban con él algunas semanas cada verano.

De vez en cuando Alicia y Antonio tomaban un café juntos. Charlaban en la plaza y revivían las anécdotas de su infancia, paseaban por los alrededores. En una ocasión, un grupo de vecinos organizó una excursión hasta Yuste, por la misma senda que, casi cinco siglos antes, había recorrido, enfermo, el emperador Carlos V para retirarse a morir en el monasterio. A mitad de camino, en el paraje del llamado Puente Nuevo, los mayores con los niños regresaron a Tornavacas. Los jóvenes, decididos, prosiguieron camino para completar los treinta kilómetros de senda hasta el valle vecino, atravesando las montañas. Sólo Antonio y Alicia tomaron un desvío más sencillo, río abajo. Llegaron al centro de interpretación del valle casi tres horas después, con los pies hinchados y las piernas entumecidas, exhaustos, los esqueletos doloridos, impregnados de los olores y los sonidos del paisaje. Allí contrataron un taxi, que los llevó de vuelta a Tornavacas. Rieron como tontos felices por el camino, recordando esas cosas que uno sólo recuerda cuando ha caminado y vivido mucho.

Antonio fue el primer hombre que besó a Alicia. No exactamente el primer hombre, porque entonces ninguno de los dos tenía más de ocho años. Antonio la besó junto a un cerezo y luego, con las mejillas encendidas, huyó a la carrera. Entonces tenía el pelo rapado. Ahora era un hombre calvo. Si Antonio recordaba la anécdota, Alicia no podía saberlo, porque nunca hablaron de ello.

Alicia esperaba la llegada de cada verano para volver a ver a su amigo.

Un nuevo reencuentro. Conversaciones. Paseos entre los cerezos.

Otro verano. Otra despedida.

Alicia escribió en su diario:

Envejecer es como regresar a la infancia. Una es cada año un poco más torpe y atolondrada que el año anterior. Contamos los años al revés.

El próximo año seremos más viejos y más niños. Quizás seamos ya lo bastante niños.

Quizás, el verano que viene, Antonio se atreva de nuevo a darme un beso.

¿Veré a mi amigo de nuevo el año que viene?

@ José Marzo
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«Flores de cerezo al atardecer en Gotenyama» (Japón), 1831, de Utagawa Hiroshige (1797-1858).

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