De pronto, su mujer le dijo:
—¿Qué te ocurre? ¡Llevas horas removiendo el café!
No esperaba aquella interpelación, así que se mostró confundido. Él, su mujer y sus hijos pasaban el puente en el bungaló de sus suegros, que en ese momento se encontraban con ellos en el salón. Es cierto que llevaba rato removiendo el café, mirando la espiral que la cucharilla formaba en la superficie. ¿Qué podía responder? «Nada —se disculpó—. Esta noche he dormido mal y tengo sueño».
Se ofreció para ir en coche hasta el pueblo más cercano, un pequeño pueblo que aborrecía, para comprar el pan; pero cuando se vio finalmente a solas, decidió desviarse hacia la costa, dejó el vehículo en el aparcamiento del puerto deportivo, solitario en invierno, y dio un paseo por la playa. Miró largo rato las olas, luego se descalzó y caminó por la arena húmeda con los zapatos en la mano y al final se animó a darse un baño. Bañarse en invierno era quizá una locura, el agua estaba demasiado fría, pero en aquel momento le pareció lo más interesante que había hecho en semanas, si no meses.
Dejó la ropa en la orilla y nadó mar adentro. Se sintió fuerte. Recordó cuando tenía veinte años y apostaba con sus amigos a que era capaz de meterse el puño cerrado en la boca.
Hacía tiempo que no tenía amigos como aquéllos y que no intentaba meterse el puño en la boca. Trabajaba de taxista en Madrid. A diario llevaba clientes de un lado para otro durante ocho, diez, doce horas, y los fines de semana hacía de taxista para su mujer, sus hijos y sus suegros. Así es como se sentía con su familia: como un chófer, alguien a quien se contrata para que te lleve de un lado para otro, con la diferencia de que además era él quien pagaba el importe del trayecto. Trabajaba demasiado, por las noches el más pequeño lloraba y él no podía pegar ojo, la casa donde vivían era diminuta, y la mensualidad, muy alta… Se sentía atado, atado por la responsabilidad de mantener a su mujer y a sus hijos, por el trabajo, por la hipoteca, por amistades que ya sólo eran de compromiso, y también por todos los demás compromisos, los contraídos con sus padres, con sus compañeros de trabajo, con sus vecinos…
A veces soñaba con tirarlo todo por la ventana.
Había nadado centenares de metros con todas sus fuerzas, con rabia, y cuando se detuvo y miró alrededor, ya estaba muy lejos de la playa. No hacía pie. Los músculos de sus hombros se habían entumecido, le dolían, y de repente una corriente de agua helada pasó entre sus piernas.
Se asustó y comenzó a nadar rápidamente de vuelta a la playa. Pero cada vez estaba más cansado y tenía la sensación de que no avanzaba. Durante unos minutos, se sintió desesperado; pensó que podría morir allí, tan lejos de todo, tan lejos de sí mismo.
Cuando por fin alcanzó la orilla, se dejó caer exhausto en la arena. Descansó un buen rato, hasta que hubo recuperado el aliento, y luego recogió la ropa y anduvo con torpeza, mareado, hasta el coche.
Camino de casa, pensó confusamente que ni en el peor momento, cuando se creyó a punto de morir, había recordado a su familia. Sonrió al decidir que nadie, nunca, sabría nada de lo sucedido. Ése sería su secreto. Y sonrió aún más al darse cuenta de que no había comprado el pan, de que ya eran más de las dos de la tarde y de que en aquel maldito pueblo todas las tiendas estaban cerradas.
Del volumen de relatos Aurora, José Marzo
