
A los tres días de mi llegada a Lisboa, en plena ola de calor veraniega, regresaba a Madrid. Abandonaba la ciudad en taxi por el puente Vasco da Gama, que extiende su largo brazo de 12 kilómetros de longitud sobre las aguas plateadas del río Tajo. Su estructura sinuosa, resistente a terremotos, sube y baja en suaves pendientes de asfalto, como si los automóviles circularan por una enorme montaña rusa desplomada, bajo un cielo tiznado de gris. Por una de esas casualidades a las que ya me había acostumbrado en Portugal, el taxista era el mismo que a mi llegada me había llevado desde la Estación del Oriente hasta el hotel.
—Llegaremos a Setúbal antes que el autocar —me dijo—, con tiempo suficiente para tomar una cerveza mientras esperamos.
Era portugués, pero estaba casado con una española, había residido más de diez años en Plasencia y, de hecho, dos de sus hijos habían nacido en Extremadura. «Pero Extremadura es a un lado y a otro de la frontera», afirmaba.
¿Por qué, si volvía a Madrid, nos dirigíamos a la ciudad portuaria de Setúbal, al sur de Lisboa? Por uno de esos malentendidos del idioma, al llegar a la estación encontré el andén vacío. El autocar había partido media hora antes. Sin embargo, con esa tranquilidad latina en vías de extinción en España pero aún viva en Portugal, la compañía de transporte había decidido dar un rodeo de cincuenta kilómetros por Setúbal para recoger al único pasajero que había comprado allí su billete. Así que ahora nosotros íbamos en busca del autocar.
—¿Le gustó Lisboa? —preguntó António, el taxista— ¿Visitó Madragoa?
—Tenéis una ciudad muy hermosa —dije.
En Lisboa siempre encontré una calle que invitaba al paseo y un mirador encaramado en un punto alto, en el que demorarse para contemplar las torres, los tejados y las plazas. Uno se recostaba en un banco y la mirada huía abajo, entre los edificios, reclamando un nuevo paseo. Dicen que la ciudad se asienta sobre siete colinas, como la Roma milenaria, aunque no conté tantas. Pero eso carece de importancia. Lisboa se abre al Atlántico por el Tajo. En la Praça do Comércio, junto al Cais das Colunas, donde tradicionalmente se recibe a las personalidades que arriban a Lisboa, uno no tiene la sensación de hallarse junto a un río, ni siquiera un mar. Son las mismas aguas que bañan Brasil, Angola, Mozambique o Macao las que allí respiran.
—Madragoa es el barrio más hermoso —me dijo António.
Me explicó que por Madragoa, en el siglo XVI, se hallaba el arrabal de Mocambo, donde malvivían los negros de Lisboa. Imaginé una muchedumbre negra, los ancestros de los mestizos que el día anterior, en los graderíos de piedra de la playa de Cascais, vi que compartían baño con los blancos. E imaginé que en el siglo XVI aún recordaban palabras de sus lenguas africanas, que conservaban algunas de sus indumentarias y que en su memoria guardaban la imagen de los campos de los que habían sido arrancados. Lisboa es una capital multirracial. Los lisboetas parecen haber superado el estadio de la simple tolerancia; viven la variedad de razas y el mestizaje con naturalidad, como una realidad cotidiana que hunde sus raíces en siglos de convivencia. ¿Fue siempre así?
—Vosotros tuvistéis a Franco, pero nosotros tuvimos a Salazar —sonrió António.
Hoy día, Madragoa acoge sedes diplomáticas, museos e instituciones religiosas. La mayoría de los residentes más humildes fue marchándose. António vivió allí hasta mediados de los años ochenta, y a su regreso de Palencia se estableció en un barrio de la periferia. Me habló del terremoto de 1755, de la pasión lisboeta por los dulces, de sus pastelarias. Hasta mi llegada a Lisboa no pensé que a media mañana una rodaja de melón pudiera ser el alimento que permite completar la jornada laboral con sobrada energía.
—Aquí las cosas están cambiando muy rápido —dijo mientras adelantábamos un convoy de camiones—. Prisas, angustia… como en cualquier otra gran ciudad.
Habíamos recorrido el puente, y ahora ante nosotros se abría una llanura de campos amarillentos, barridos por el calor. Volví la cabeza hacia la otra orilla, y en el lugar donde se esparcía Lisboa sólo distinguí una neblina.
—Lisboa ya no es Lisboa… —añadió suspirando.
—Saudade —me atreví a decir.
Él rió. Hizo un gesto incierto con la mano, girando la muñeca.
—Más o menos… parecido. Saudade de un tiempo que ya no volverá. Nostalgia —tradujo.
También yo, un advenedizo en Portugal, comenzaba a sentir nostalgia. No tanto de la Lisboa que dejaba a mi espalda como de aquella en la que nunca estuve: la Lisboa ribeirinha, la de las peixeiras con sus canastos a la cabeza y las subastas de pescado, los financieros que recibían al magnate Sir Thomas Lipton, «el de los tés», y las fragatas que encendían sus luces al anochecer y desplegaban el velamen rumbo al océano. Pero ésa también era la Lisboa de las chabolas y los reyezuelos africanos presos.
¿Qué buscamos los turistas en una ciudad como Lisboa? ¿Arte, historia, tan sólo otro paisaje? Parisinos que no frecuentan el Louvre, madrileños que no frecuentan el Prado… en tres días coincidí con las mismas caras en varios puntos de la ciudad: el museo Gulbenkian, el Castillo de San Jorge, la Torre de Belem… En A Baixa, el barrio diseñado con tiralíneas tras el terremoto de 1755 y que se anticipó en medio siglo a la urbanización racionalista de París, turistas de todas las naciones paseaban entre comercios de artesanía y camisetas. Un hombre, sentado en el suelo con un cartel escrito a mano en varios idiomas, denunciaba la venta de falsa artesanía. A los pintores locales se les había negado el permiso para exponer sus obras en la calle, mientras que los vendedores de artesanía legalizados vendían productos fraudulentos. Tuve la incómoda sensación de ser otro visitante que una tarde de ocio se hacina en un parque temático con decorados de cartón piedra. Y se cae el decorado y detrás hay otro decorado de cartón piedra…
Los edificios de la Praça do Comércio están ocupados por oficinas ministeriales. Y una noche desde Almada, en la otra orilla del Tajo, contemplé una Lisboa apagada. Permanecí mudo varios minutos, mirando sin entender aquella oscuridad de despoblado.
António me explicó el porqué con un gesto de los dedos, frotando el índice y el medio con el pulgar: dinero.
—Ya nadie puede vivir en Lisboa —dijo.
Los lisboetas se han marchado de la Lisboa monumental, demasiado cara para sus bolsillos, y la han abandonado a su suerte, en manos de los hoteles y las instituciones. Luego dijo en portugués acelerado una frase de la que sólo entendí «Fernando Pessoa».
—Ya sólo queda él —repitió—; el poeta que sólo quería observar… pasar desapercibido.
Él sí se ha quedado, pero en estatua, con el sombrero puesto, sentado con las piernas cruzadas en la terraza del Café a Brasileira.
La tarde anterior, también yo me había hecho una foto junto a Pessoa.
Lisboa-Madrid, verano de 2003
