Hoy te lo digo

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Para David Vela,
gran dibujante,

bella persona.

—¿Te importa si fumo? —pregunta Eva con una sonrisa, mientras alcanza su bolso y saca el paquete de cigarrillos.

Isaac, con un gesto de la mano, le da a entender que sí, que puede fumar. No le gusta que Eva fume. Ha imaginado por un instante un cilindro de ceniza cayendo en el suelo de la terraza, un leve rastro gris en las baldosas. Se ha puesto en pie, “Ahora vuelvo”, y ha entrado en el apartamento. Busca un cenicero en la cocina. No un cenicero, sino un platito viejo.

Son amigos desde la infancia, y aunque confundieron la amistad con el sexo en una ocasión, el largo periodo de silencio que siguió bastó para colocar las cosas de nuevo en su sitio. Eva no es guapa, es hermosa. Así la ve, así es. Esa manera suya de escuchar y sonreír, sus hombros blancos, y ese parpadeo sensual que a Isaac alguna vez lo ha vuelto loco. Hay una jerarquía de la belleza, y Eva pertenece a la clase de la hermosura sencilla, fresca. A Isaac le basta con mirarse al espejo para saberse en el grupo de los normales, tirando a feo.

Charlan desde hace un buen rato, haciendo tiempo hasta la hora de ir al cine. Agosto en Madrid. Es un atardecer de verano de calor extremo, pero la terraza, en un sexto piso, está a la sombra de la fachada, y, junto a la barandilla, los acompañan una hilera de macetas con plantas amigas: geranios, rosales, un pequeño pero vigoroso ficus. Hablan de cosas sin importancia. Hablar por hablar. Sobre la dependencia del móvil, sobre la falta de sociabilidad de los más jóvenes, cosas así. Veinte metros más abajo, en la avenida, circula escaso y lento el tráfico.

Eva expulsa hacia arriba una primera vaharada de humo.

—¡Ya no sé ni cuántas veces he intentado dejar de fumar! —alza la voz para que Isaac la oiga desde la cocina. Luego retoma el hilo de la conversación que estaban manteniendo—: ¡Ya no podemos vivir sin los móviles, ni sin internet…!

“Putos móviles…” había dicho Isaac un rato antes. Eva le respondió que no tiene sentido quejarse del grifo que sirve agua con tan sólo girarlo, que también los móviles son útiles. Sus abuelos no habían conocido el agua corriente hasta llegar a Madrid en la década de 1950. En su pueblo, en La Mancha, el agua estaba en los pozos. Había que sacarla a cubos, a fuerza de brazos. Luego la mantenían fresca en la bodega en una gran tinaja de barro, de donde se servían con un cazo.

Isaac regresa de la cocina y pone en la mesa un platito con los bordes descascarillados.

—Venía pensando en lo que me has dicho de tus abuelos —dice—. Lo del pozo. A mí, los míos me contaron que los primeros años, viviendo ya en Madrid, en el barrio de Entrevías, tenían que ir cada mañana a hacer cola en la única fuente de agua potable que había en la calle.

Llenaban tantos cubos como pudieran acarrear en un trayecto. Una niña de apenas diez, once años, recorría varios centenares de metros con dos cubos de zinc llenos a rebosar de agua… Para orinar y cagar, tenían los descampados.

—A veces se nos olvida que venimos de la miseria —dice Eva, pensativa, dando otra calada a su cigarrillo.

—Piénsalo así —dice Isaac mientras se sienta de nuevo—: la tecnología nos está modificando. Hace miles de años, éramos… depredadores. Hablo de antes de la invención de la agricultura. Recorríamos grandes distancias para cazar o para recoger frutos… La invención de la agricultura nos convirtió en sedentarios… Pero nuestro cuerpo sigue necesitando el ejercicio. Inventamos el deporte para mantenernos sanos y en forma.

Eva mira a Isaac sonriendo, con esa sonrisa suya. Es un sabelotodo, que rebaja su tono de voz para sugerir humildad. Es, como ella, profesor de instituto por vocación. Él sí podría dar clases en la universidad, pero prefiere pelearse con los adolescentes.

Isaac, confuso por la mirada sostenida de Eva, se ha ruborizado. Esa mirada y su sonrisa parecen casi una interrogación, una invitación para que siga hablando, y Eva parpadea.

—Nos creemos que esta simbiosis de móvil… —dice algo atropellado Isaac—, esta convivencia de máquina y ser humano es nueva, pero la cosa empezó hace miles de años. El martillo, la agricultura… el arado romano… cada invento modifica un poco nuestro modo de vida y nuestra propia biología. Y sí, es cierto que ahora, con la revolución informática, estamos perdiendo facultades cognitivas… de la mente.

—Incluso a mí me cuesta cada vez más leer un libro… —dice ella.

—Si nos cuesta a nosotros, que somos filólogos, imagínate a un chaval que aún no ha adquirido el hábito de la lectura.

—… me cuesta concentrarme… cada vez más…

—… O como si la imaginación se nos estuviera… atrofiando —enfatiza Isaac.

—Pero no me gustaría cambiarme por tu abuela, Isaac. Prefiero abrir el grifo y que salga agua.

Eva argumenta que internet proporciona una información que antes era muy difícil de obtener. Gracias a los móviles, puedes contactar casi en cualquier momento y lugar con otra persona.

—Eso es maravilloso… —dice—. No podemos dar marcha atrás y prescindir de los móviles y de internet.

—Primer beso —dice Isaac.

Otra vez la interrogación con la mirada: Eva ha tardado algún tiempo en recordar. Sí, “Primer beso”. Isaac dedicó una clase entera a comentar con sus alumnos un dibujo, un precioso dibujo de humor gráfico, de un tal David Vela. Se titulaba “Primer beso” y representaba a un niño y una niña sentados en un banco, espalda con espalda, besándose por primera vez… a través de sus móviles.

—Hay cosas que no se pueden comunicar por móvil—continúa Isaac. Estamos delegando demasiadas cosas en las máquinas…

Eva toca con la yema de los dedos la mano de Isaac, un instante.

—Hay cosas que sólo se pueden expresar con la piel —dice, mirándolo.

Isaac se apresura, confuso, a continuar con su idea:

—Estamos delegando facultades mentales en la informática. La memoria, el lenguaje… Lo que quiero decir es que, si queremos mantenernos sanos, tendremos que inventar algo que nos permita mantener las facultades mentales… Tendremos que reservar espacio y tiempo libres de la tecnología… Pero no bastará con eso; necesitaremos además algún tipo de nueva gimnasia. ¿Te importa?

Ha extendido dos dedos hacia el cigarrillo de Eva, que se lo ha pasado.

—Alivio culpable —dice Isaac, después de dar una calada al cigarrillo, contemplando las volutas de humo.

—¿De verdad te apetecía fumar? —pregunta Eva, recuperando su cigarrillo y llevándoselo a los labios. Sonríe cuando Isaac se encoge de hombros. Isaac aparta los ojos al sentir que sus miradas se cruzan.

Eva lo telefoneó horas antes para preguntarle si quería acompañarla al cine, a ver la última película de Woody Allen. “Sí, claro”. Eva quedó en pasar a buscarlo por su apartamento una hora antes. “Así charlamos un poco”, dijo ella. Hubo una época en que disfrutaron repasando toda la filmografía del neoyorquino, estudiando su evolución.

“Me quiere decir algo”, pensó Isaac extrañado.

Ahora tiene la misma sensación, que Eva quiere decirle algo. Se siente inseguro a solas con ella. Cuando comparten mesa y celebración con otros comensales, o coinciden en la fiesta de otros amigos, su relación es fluida, ligera. Cuando se encuentran a solas, siente que los unen corrientes profundas. Todo se vuelve complicado entonces, inestable y peligroso.

En la primavera de 2020, la primera tarde tras la suspensión del primer confinamiento por la pandemia del covid, dieron un paseo con varios amigos por un parque de Madrid. Más y más personas atestaban las avenidas arboladas y las sendas, con el andar mecánico y la mirada espantada, pálidas como espectros. Ésas eran las sensaciones de Isaac. Eva y él se apartaron a charlar en una plazoleta, se sentaron en un banco. Cayó la noche y seguían charlando cuando vieron que era la hora establecida por las autoridades como toque de queda. Nadie en el parque. Les dio por reír. Una gran risa. ¿Nos van a detener? Una corriente profunda, no sabría explicarlo de otro modo. De pronto estaban besándose y haciendo el amor en la hierba, retozando como cachorros.

“Me encanta vivir”, sintió Isaac. En su memoria, no podría asegurar si es el recuerdo de algo que dijo o de algo que imaginó decir. Aún hoy siente una plenitud al recordarlo.

Pero, ¿cómo explicar que al mismo tiempo me sienta avergonzado?

Al día siguiente, en la soledad de su apartamento, miró y miró la pantalla de su móvil, sin atreverse a llamarla. Unas veces imaginaba a Eva esperando su llamada; otras veces, temía una respuesta agria: “Lo del otro día fue un error”. O un silencio. Pasaron los días y las semanas, los meses. El tiempo acaba depositando polvo sobre las cosas. Mucho después volvieron a compartir una cena con otros amigos comunes. Retomaron una relación tan fluida como ligera.

Aunque aún no es de noche, las farolas ya se han encendido. Parpadean lánguidas allá abajo, en la última claridad del atardecer. Se ha levantado una brisa templada que alivia el calor. Eva, recostada en la silla, ha cerrado los ojos, tan relajada como si durmiese.

—Tengo ganas de gritar —dice de pronto. Y se incorpora con los ojos bien abiertos—. ¡Tengo ganas de gritar!

Y se pone en pie y, agarrando con ambas manos la barandilla, grita hacia la calle.

Se pierde su grito en la avenida, sobre los tejados. La sombra de unos pájaros, que chillan, cruza el cielo.

—Tengo un hambre de leona —dice, volviéndose hacia Isaac—. ¿Tienes algo en la nevera?

—Podemos salir y picotear algo antes, camino del cine —dice Isaac.

—No seas tonto.

Eva entra en el apartamento y se dirige a la cocina. Las noches de verano en Madrid son maravillosas. A quién le apetece meterse en un cine cuando, después de un día de canícula, las calles por fin respiran.

Isaac, indeciso, también se ha puesto en pie. Luego va tras ella hasta la cocina.

—Si quieres… —propone—, no sé, puedo preparar…

Eva ha abierto la nevera y la alacena y los cajones. Pone un mantel a cuadros en las manos de Isaac.

—Hoy cenamos en la terraza, bajo el cielo —dice sin mirarlo, mientras revisa de arriba abajo el frigorífico—. Vamos a ver qué tienes aquí…

Saca envases de la nevera, fruta, fresas, verdura fresca, encurtidos, un pedazo de queso… y una bandeja con unas caballas, que levanta como un trofeo.

—¡Me encanta la caballa frita!

—La había comprado para comerla mañana.

—¿Me ayudas a ponerme el delantal?

Se da media vuelta, con el delantal extendido sobre el pecho y las cintas sobre los hombros. Esos hombros.

—Si prefieres, puedo cocinar yo…

—Hoy me apetece cenar lo que yo misma cocine. Tú pon la mesa.

Isaac anuda el delantal. Eva se da entonces la vuelta y lo besa en la mejilla. Lo besa con los labios y con la sonrisa, y con el parpadeo de los ojos. Isaac siente la corriente profunda que lo une a ella.

Hoy te lo digo, piensa Eva.

—Me encanta vivir —dice.

@ José Marzo
[gestión mundial de derechos
por acvf_la vieja factoría]


«Primer beso» (2005), © David Vela (dibujo reproducido con permiso del autor; todos los derechos reservados).

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