Si hay algo sagrado en democracia, es el diálogo, fuente y forma del humanismo y de la propia democracia.
Hoy, 20 de enero de 2021, Donald Trump abandonó la Casa Blanca, sede del gobierno más poderoso del mundo, y Joe Biden juró como el 46º presidente de Estados Unidos. Si las palabras del nuevo presidente han procurado transmitir confianza, «La democracia ha ganado», las del presidente saliente parecen tener el tono de una advertencia, «Volveremos de alguna forma».

Aún no se ha descubierto la vacuna que inmunice a las instituciones democráticas contra la demagogia identitaria. Muchos analistas apuntan al uso y abuso de las medias mentiras y las mentiras completas en el discurso del populismo, su manipulación emocional; quizás se esté dando por obvio lo más evidente, sus cimientos identitarios. Cada vez que las identidades colectivas prevalecen sobre los valores democráticos, éstos resultan aplastados hasta quedar irreconocibles. El nacionalismo crece a base de expulsar del imaginario al otro, al extranjero, a las minorías raciales, religiosas, culturales y políticas… al discrepante y al disidente. El demagogo identitario perfila poco a poco y sin pausa un exterior constitutivo, hecho de trozos de realidad y de personas con cabeza, pies y manos, para ir construyendo por exclusión su propia identidad colectiva. Convirtiendo en extraño al otro y en enemigo al adversario, acaba por liquidar el diálogo, fuente y forma del humanismo y la democracia.
El nacionalismo ha acompañado a la democracia como una sombra desde sus mismos orígenes. Subordinar nuestras identidades colectivas a los valores democráticos parece ser la tarea incansable de un Sísifo demócrata que, una y otra vez, se ve obligado a empujar la piedra hasta la cima.
Pero si el diálogo es verdaderamente la fuente y la forma del humanismo y la democracia (yo así lo pienso), entonces repensar la democracia significa no vaciarla de identidades, porque todo grupo humano guarda una identidad colectiva, sino establecer cauces que garanticen el diálogo en todos los niveles de la vida social e institucional.
Si hay algo sagrado en democracia, es el diálogo. Sí, podemos imaginar a Sísifo feliz, devolviendo otra vez los valores democráticos a la cima de donde la demagogia identitaria los había expulsado.